5/14/2007

Colombia gótica


Esta noche me atacó un murciélago. Un chimbilá dicen en el sur. También le dicen a la bestia chimbe, pero eso creo que es por economía verbal. Todo esperé de mi negra suerte menos terminar en las manos de un vampiro, como le dicen los lectores de Le Fanu.

Todo sucedió rapidísimo. Yo estaba mirando el atardecer en mi hamaca de San Jacinto guindada a pocos metros del caudal vibrante del río Combeima y el murmullo del agua precipitada me arrullaba mientras yo veía las montañas cambiar de color, oscurecerse, arroparse con la noche inminente. Lo último que recuerdo es que Meridiano de Sangre se me deslizó de las manos y no tuve voluntad para recogerlo. Después, un viento frío se deslizó por debajo de la hamaca y ví y sentí unas manos huesudas que se metían por debajo de mi pulóver azul y me acariciaban la garganta. Mi pérdida de voluntad, mi profunda aflicción o tal vez el terror ante la profanación de mi sangre me tenía inmóvil y lleno de espanto. Como es lógico y como hacen todos los que están destinados a morir, todas las imágenes de mi vida desfilaron en segundos –o en el tiempo que consideraba segundos pero que no puedo saber cuánto fue. Pero los últimos segundos que desfilaron con el manto de la noche, me trajeron a la mente aquellos minutos que me habían anunciado durante el día la tragedia.

Recordé entonces que al final de la tarde yo estaba en el altillo de la casa y observaba desde el ventanal a lo lejos la hamaca que se mecía con el viento que bajaba de las montañas. La ventana estaba a medio cerrar y mi rostro se veía de perfil mientras leía la entrevista que Natalia Springer le había hecho a Mancuso. De repente, sucedió algo realmente extraño: mi rostro desapareció de la ventana. Me quité las gafas de leer y moví la cabeza ante el vidrio, pero sólo se veía la silla vacía. Una oleada de pánico se trepó por mi espalda, pero mantuve el valor y atribuí todo al cansancio de la lectura, al exceso de noticias y a la alocución presidencial televisada en el vecindario. Entonces, fue cuando decidí leer a Cormac McCarthy en la hamaca.

Recordé también que bajé al primer piso, recorrí el extenso pasillo externo hacia la cocina y busqué la botella de vinotinto que me trajo Yoli desde la ciudad el domingo. La radio de la cocina estaba encendida y alguien en la Luciérnaga decía que el país estaba lleno de tumbas, que nuestros mares estaban llenos de tumbas, que hasta los ríos eran tumbas. Yo miré la corriente del Combeima por si ya estaban bajando los muertos, pero la visión del río alegre y retozón me hizo pensar que ya estaba bien de noticias. Entonces cogí el vino y el libro y cuando salía de la cocina sentí más claramente la presencia del mal: un ligero aleteo, como el de la muerte, se sentía a mis espaldas. Era como si todo: la alocución, el himno, el escudo de la patria y los cadáveres sin nombre desfilaran a mis espaldas y lo que era un día cualquiera se estuviera convirtiendo en un anuncio trágico.

Esas imágenes veía yo pasar en mi lenta agonía de la hamaca, mientras un tibio líquido rojizo se deslizaba por mi cuello. ¿Era este el fin? ¿Eran esas las señales que me habían perseguido durante el día? ¿Así se había anunciado mi muerte como se anunciaba la muerte en los medios?. No sé ni me interesa saber si un moribundo puede hacerse en verdad todas estas preguntas cuando le llega la hora final. Yo las hacía mientras luchaba con desespero por recuperar la voluntad perdida, el deseo de luchar, de saltar de mi hamaca y salir corriendo con la misma energía de la corriente del río. Este deseo sobrehumano de vivir me permitió por un segundo abrir mis ojos y contemplar las últimas gotas rojizas que caían de la botella importada antes de que se estrellara contra el piso y ahuyentara con el estruendo la pesadilla en que se me había convertido esa idílica tarde de lunes.

Convencido de que todo era una alteración de los nervios, decidí buscar en la compañía de mi vecino un poco de tranquilidad. Desde luego él era ajeno a mi desgracia y amable y gentil como un buen campesino me invitó junto al televisor donde escuchaba con entusiasmo la alocución de la semana. Nada en el mundo es fortuito. Ni el más terrible de los sueños suele ser ajeno a la verdad, pensaba yo, mientras veía en el rostro de este sencillo ser humano la irradiante placidez de un ser primigenio, que estaba como encantado ante un hechizo de felicidad. Ya me estaba tranquilizando yo ante este rostro pleno de paz, cuando descubrí lo que me hizo contar esta historia que todos ustedes confundirán con un mal sueño: las manos huesudas del vampiro que estaba viendo con horror en la pantalla.

1 comentario:

CARLOS ARTURO GAMBOA dijo...

Es el momento de abandonar los recintos del positivismo acdémico y dedicarse a lo paranormal, a la hechicería y al rebrujo, vuélvase hacedor y desfacedor de entuertos, porque con ese hálito de presentimiento que describe antes de los sucesos en Llanitos usted podrá obtner un puesto renombrando vaticinando descalabros y tragedias...o sería sólo un producto ficcional mas del vinotinto?...Bueno piénselo bien, talvez lo ultrasensorial le está pidiendo campo