Eso piensan muchos fanáticos uribistas de Ingrid Betancourt. Están muy molestos con ella, con su vehemencia, con su altivez, con su omnipresencia en los medios. Están molestos porque es presidenciable, porque figura en las encuestas, porque le quita puntos en las encuestas al perínclito, al ubérrimo al caudillo.
Lo peor de todo es que lo mismo piensan muchos progresistas, humanistas, gentes de izquierda. Que ojalá estuviera por allá, pudriéndose en la selva. No pueden ser más mezquinos tanto los uribistas como los antiuribistas. Los extremos se tocan. Eso es lo que hace a Uribe y Chávez tan parecidos: ambos quieren perpetuarse en el poder en el nombre de la patria, ambos gobiernan en nombre de la virgen y de dios (y ellos son los mensajeros de dios), ambos hacen democracia directa y ambos arman a las milicias del pueblo, para defender la patria (o sea: las haciendas, la riqueza de amigos y parientes, las prebendas del poder). Los extremos se tocan.
Y como algunos fieles lectores que me quedan fuera del país y en él, quieren saber lo que pienso del embrollo, les quiero decir lo que pienso.
Pienso en el cadáver insepulto de un policía que muere en cautiverio: el capitán Guevara. Pienso en los cadáveres
insepultos en Colombia, de los cuales reflexionara el Mazo en su blog. Pienso en el otro policía que lo cuida con amor rabioso hasta la noche de su muerte. Pienso en Guevara alzando sus ojos por última vez, intentando llamar a su amigo en la oscuridad de la selva y pienso en la voz que ya no sale de su boca muerta. Pienso en Durán que al otro día lava el cuerpo de su amigo (el cuerpo, nunca el cadáver), lo afeita, le hace bromas. Pienso en el guerrillero de lafar que trae el agua para bañarlo y que ayuda en silencio en la labor. Pienso en el cadáver que yace en cualquier lado. Pienso en diez mil cadáveres que en Colombia yacen en cualquier lado. Mutilados, silenciosos, míseros. Insepultos.
Pienso en la necesidad de la verdad, de todas las verdades, no solo la del cautiverio, sino la del paramilitarismo que
sigue vivo en Colombia, como lo atestigua el trabajo de investigación de la que antes fuera la pequeña padawan, ahora no tan pequeña. Pienso en
la necesidad de contar que tienen los que ahora regresan a la libertad. Me recuerdan la necesidad de contar que tenía Primo Levi cuando salió de Auschwitz. ¿Es una coincidencia?. Los relatos del holocausto nadie los quería escuchar. Eran relatos molestos.
Pienso en los guerrilleros guardianes de los secuestrados: qué oficio tan ominoso, qué inocencia pensar que ése era un acto heróico y revolucionario. Pienso en los dos comandantes detenidos, ahora traicionados por sus jefes. Como los jefes del secretariado son infalibles, ahora los dos carceleros son traidores. No faltaba más.
Pienso en las palabras de Ingrid, quien pidió que no fueran fusilados los guerrilleros que fueron burlados en la operación jaque.
Pienso en mis cinco sentidos. Puedo oler, sentir, palpar, acariciar (me), escuchar, saborear, mirar a mi alrededor. Nadie distinto a mi propia subjetividad constriñe mi libertad de elección (a no ser la subjetividad misma constreñida por el biopoder, pero eso es otra discusión, sin alambres de púas).
Pienso, con el corazón y la razón, que es momento para la paz. Para buscar un nuevo lenguaje. No el de los fusiles. Ya no tenemos donde enterrar nuestros muertos. Es más, aún no hemos terminado de hacerles el duelo.
Aunque sea por su memoria, construyamos el país por el que ellos murieron.
Eso pienso.