5/15/2007

Se estremece el Combeima


Anoche escribía tranquilamente Colombia Gótica en el Cañón del Combeima, donde tengo mi biblioteca. A las diez y media terminé de editar mi escritura, me desconecté de Internet y a las 11 y 11 minutos miré por última vez la hora en el reloj del Ipod antes de dormir (no tengo otro reloj, no es snobismo).

Me acosté contento. Había leído todo el día en tres libros distintos para mi tesis doctoral, había hablado con mi familia a las nueve y había actualizado mi blog desde mi retiro campesino. Aproximadamente a la una y cuarenta minutos me despertó un helicóptero que volaba sobre los cerros que bordean la vereda Pastales. Entre sueños seguí el sonido de lo que me parecía una nave perdida en una de mis pesadillas. Intenté dormir, pero dos ráfagas de fuego aéreo me hicieron saltar de la cama. Miré la hora: una y cincuenta y un minutos. Corrí a la ventana que da al patio y pude ver el fuego de metralla que caía en diagonal desde lo alto del cerro y que se dirigía, oh sorpresa, hacia las veredas Pastales, Pueblo Nuevo y Pico de Oro. No lo podía creer, parecía que la metralla iba dirigida al pueblo, a las casitas de los campesinos humildes de los cerros, a la humanidad entera del cañón.

Este primer ataque me introdujo en una sensación de irrealidad de la que no pude salir hasta ocho horas después, cuando hablé con los campesinos. Mientras los ataques se repetían, yo pensaba que de tanto escribir ficción ahora estaba metido en una especie de guerra de las galaxias o de black hawk down o de CNN desde Bagdad. Esto pensaba, cuando el ataque pasó a más abajo, a la vereda de Llanitos. Cambié de ventana (la casa tiene la misma orientación que el cauce del Combeima: mira hacia Ibagué) y mi asombro fue doble: desde una nube una nave invisible lanzaba hirientes flechas de fuego rojo que se dirigían hacia Llanitos. Miré el reloj: dos y diecisiete minutos. Ya se iba a cumplir una hora de ataques aéreos y yo no entendía lo que estaba pasando. Agucé el oído y escuché un par de tiros, seguro de fusil, pero no en ráfaga, que llegaban desde los cerros. ¡Estaban atacando a los helicópteros!

Seguí sin entender nada. La somnolencia no me permitió entender con claridad que yo habito en Colombia, el país donde se vive en una guerra no declarada, pero guerra al fin y al cabo. A esta hora, al parecer ya eran varios los helicópteros porque el fuego caía sobre un cerro o sobre el otro y las naves giraban invisibles en círculos por encima del río y por encima de las casas de los atemorizados vecinos. Para comprobar que yo no estaba en un sueño, decidí llamar a Ibagué por si el fuego amigo me ocasionaba daños colaterales. No había señal telefónica. No había luz. No se escuchaban los vecinos. Los ruidosos perros estaban en absoluto silencio. Tan aterrados como yo. El pánico me impidió seguir de una ventana a otra para ver la maravilla del fuego aéreo confundirse con el cielo estrellado. Bajé al primer piso y me puse a resguardo debajo de la plancha de cemento. Llamé a mi vecino pero nadie contestó. A las tres y treinta y tres minutos cantó un gallo. A las tres y treinta y siete se repitió la más fuerte descarga sobre Llanitos. A las cuatro cesó un poco el fuego aéreo. A las cinco los helicópteros ya no fustigaban los cerros vecinos, sino que avanzaban hacia el norte. Ellos continuaron el sobrevuelo hasta las seis y treinta de la mañana, cuando el sueño y el cansancio me vencieron.

Me duché a las diez de la mañana, sin saber que otros seres tan indefensos y frágiles como yo no habían podido dormir en toda la noche. Cuando saludé a mis vecinos, por fin la sensación de irrealidad me abandonó. Sufrí un terrible y deprimente golpe de realidad: la guerrilla de las Farc había
atacado Llanitos y el pueblo estaba sembrado de destrucción y muerte. Lo que vi no era un mal sueño, era la triste realidad de un país abatido por la insensatez de la devastación, por la ceguera obtusa de los guerreros. Las montañas seguían ahí, trémulas de rocío y henchidas de amanecer, pero mortalmente heridas, fustigadas, pisoteadas envilecidas, convertidas en escenario de muerte.

Recogí mis libros y mis bártulos y abandoné como troyano en derrota lo que consideraba un escenario de paz y un remanso para el pensamiento. ¿Por qué el sinsentido del lenguaje de las metrallas? ¿Por qué la vida humana se convierte en trofeo de guerra? ¿Por qué los sueños de los colombianos continúan teñidos de sangre inocente? ¿A esto llaman seguridad democrática? ¿A esto llaman revolución?


Al despedirme del Combeima unos labriegos me mostraron varios proyectiles hendidos en un cultivo de fríjol. Ellos continuaron su faena y sus hijos la continuarán a través de nuevos soles y nuevas lluvias y bajo el mismo cielo estrellado y arrullados por el mismo río milenario. Cuando pasaba por Llanitos miré el cadáver de un campesino cubierto con una triste manta y solté una miserable lágrima y ante las ruinas del centro de salud pensé: estos hijos de nuestros hijos merecen la paz sobre la tierra.


Nota: una versión de esta entrada la pasé a la prensa. La publicarán? (La foto de la bota es tomada de El Tiempo).

5/14/2007

Colombia gótica


Esta noche me atacó un murciélago. Un chimbilá dicen en el sur. También le dicen a la bestia chimbe, pero eso creo que es por economía verbal. Todo esperé de mi negra suerte menos terminar en las manos de un vampiro, como le dicen los lectores de Le Fanu.

Todo sucedió rapidísimo. Yo estaba mirando el atardecer en mi hamaca de San Jacinto guindada a pocos metros del caudal vibrante del río Combeima y el murmullo del agua precipitada me arrullaba mientras yo veía las montañas cambiar de color, oscurecerse, arroparse con la noche inminente. Lo último que recuerdo es que Meridiano de Sangre se me deslizó de las manos y no tuve voluntad para recogerlo. Después, un viento frío se deslizó por debajo de la hamaca y ví y sentí unas manos huesudas que se metían por debajo de mi pulóver azul y me acariciaban la garganta. Mi pérdida de voluntad, mi profunda aflicción o tal vez el terror ante la profanación de mi sangre me tenía inmóvil y lleno de espanto. Como es lógico y como hacen todos los que están destinados a morir, todas las imágenes de mi vida desfilaron en segundos –o en el tiempo que consideraba segundos pero que no puedo saber cuánto fue. Pero los últimos segundos que desfilaron con el manto de la noche, me trajeron a la mente aquellos minutos que me habían anunciado durante el día la tragedia.

Recordé entonces que al final de la tarde yo estaba en el altillo de la casa y observaba desde el ventanal a lo lejos la hamaca que se mecía con el viento que bajaba de las montañas. La ventana estaba a medio cerrar y mi rostro se veía de perfil mientras leía la entrevista que Natalia Springer le había hecho a Mancuso. De repente, sucedió algo realmente extraño: mi rostro desapareció de la ventana. Me quité las gafas de leer y moví la cabeza ante el vidrio, pero sólo se veía la silla vacía. Una oleada de pánico se trepó por mi espalda, pero mantuve el valor y atribuí todo al cansancio de la lectura, al exceso de noticias y a la alocución presidencial televisada en el vecindario. Entonces, fue cuando decidí leer a Cormac McCarthy en la hamaca.

Recordé también que bajé al primer piso, recorrí el extenso pasillo externo hacia la cocina y busqué la botella de vinotinto que me trajo Yoli desde la ciudad el domingo. La radio de la cocina estaba encendida y alguien en la Luciérnaga decía que el país estaba lleno de tumbas, que nuestros mares estaban llenos de tumbas, que hasta los ríos eran tumbas. Yo miré la corriente del Combeima por si ya estaban bajando los muertos, pero la visión del río alegre y retozón me hizo pensar que ya estaba bien de noticias. Entonces cogí el vino y el libro y cuando salía de la cocina sentí más claramente la presencia del mal: un ligero aleteo, como el de la muerte, se sentía a mis espaldas. Era como si todo: la alocución, el himno, el escudo de la patria y los cadáveres sin nombre desfilaran a mis espaldas y lo que era un día cualquiera se estuviera convirtiendo en un anuncio trágico.

Esas imágenes veía yo pasar en mi lenta agonía de la hamaca, mientras un tibio líquido rojizo se deslizaba por mi cuello. ¿Era este el fin? ¿Eran esas las señales que me habían perseguido durante el día? ¿Así se había anunciado mi muerte como se anunciaba la muerte en los medios?. No sé ni me interesa saber si un moribundo puede hacerse en verdad todas estas preguntas cuando le llega la hora final. Yo las hacía mientras luchaba con desespero por recuperar la voluntad perdida, el deseo de luchar, de saltar de mi hamaca y salir corriendo con la misma energía de la corriente del río. Este deseo sobrehumano de vivir me permitió por un segundo abrir mis ojos y contemplar las últimas gotas rojizas que caían de la botella importada antes de que se estrellara contra el piso y ahuyentara con el estruendo la pesadilla en que se me había convertido esa idílica tarde de lunes.

Convencido de que todo era una alteración de los nervios, decidí buscar en la compañía de mi vecino un poco de tranquilidad. Desde luego él era ajeno a mi desgracia y amable y gentil como un buen campesino me invitó junto al televisor donde escuchaba con entusiasmo la alocución de la semana. Nada en el mundo es fortuito. Ni el más terrible de los sueños suele ser ajeno a la verdad, pensaba yo, mientras veía en el rostro de este sencillo ser humano la irradiante placidez de un ser primigenio, que estaba como encantado ante un hechizo de felicidad. Ya me estaba tranquilizando yo ante este rostro pleno de paz, cuando descubrí lo que me hizo contar esta historia que todos ustedes confundirán con un mal sueño: las manos huesudas del vampiro que estaba viendo con horror en la pantalla.