9/21/2006

Pero con música


No me explico porqué me gusta tanto el blues. Debe ser por la misma razón que al vecino le gusta tanto la música de despecho, la ranchera trapera, la estúpida música que condena a diario a las mujeres a la ominosa muerte de los golpes del marido.

El blues se me desliza por la piel como por la sangre el vino. La vida mía debería ser como un buen blues. A veces lo es. Como el domingo pasado en que viajé con mi padre al aeropuerto a recoger a mi hermano. Sí, en mi familia recogemos al que llega desde lejos en el aeropuerto. Y aunque esquivos por historia, todavía prodigamos abrazos y nos procuramos cariños venidos en bateas llenas de viandas y canciones de medianoche.

Viajar de Bogotá a Neiva escuchando en la radio las rancheras de mi hermano es tan bello como viajar sin él, pero escuchando a Norah Jones.

Igual de placentera es la alegría del otro si yo me regocijo en su entusiasmo. Por eso es que yo, que iba al volante, resulté embriagado con las copas que alzaba mi padre.

Neiva, Rivera, Riverita Alta, aguas termales en piscina natural, el perfume de miel en los mangos en flor y la calidez de la sonrisa de las hermanas y las tías.

Todo eso me han hecho pensar que no es tan importante, por ahora, escribir de Victoria Camps o de "la realidad" nacional.

Bajando de la quebrada termal, a pocos metros del casco urbano de Rivera, la lluvia se ha llevado la sangre de los martirizados días atrás. Y entonces canta Sting: "mañana ya / la sangre no estará/ al caer la lluvia / se la llevará / acero y piel, qué combinación tan cruel..." y es la fragilidad la que vuelve. La necesaria noción de que somos frágiles, de que la vida de todos debería discurrir como un blues, o con la alegría propia de una tromba de clarines en un arrebato de salsa. Pero con música.